lunes, 19 de septiembre de 2016

Tres veces




Hicieron falta tres funerales
(dos abuelos
y un padre)
para que me preguntes
si necesitaba algo.
Y de la vida necesitaba respuestas
y de la muerte  necesitaba retornos
y del reloj necesitaba
que se quedara quieto en el segundo previo
del antes.
Y de la carne necesitaba que su frío
no fuera un frío tan distinto a los otros
pero lo era.
Y de mi madre necesitaba esos jazmines precisos
que acomodó sobre las manos
que no podían agarrarlos.
Y de las tapas de los cajones
que no masticaran los restos
cuando se cerraran sus fauces.
Y necesitaba no preguntarme estupideces
como quién bordará los encajes finales
o pondrá las tachuelas doradas
de los bordes, o si al hacerlo
imaginarán qué cuerpo menudo
tenía la vieja de hoy
que cabe en este nido tan chico.
Pero de vos necesitaba
solamente que preguntes
lo que esta vez preguntaste.

A lo mejor ya lo habías preguntado antes.
A lo mejor hicieron falta tres funerales
para que vos lo gritaras tres veces
y yo pudiera escucharte.


martes, 13 de septiembre de 2016

Diez del nueve




A Lluvina


Ayer entraba el sol por las puertas de vidrio de adelante y se escuchaba a los pájaros cantarle al paño fijo de la ventana del fondo. En el medio, ella y yo, a solas. Un reloj parado a las dos y media, que era una hora que no hablaba de ella ni de mí. Tampoco del presente, porque eran las siete veinticinco de la mañana. El reloj estaba quieto, pero yo sabía que con dos pilas volvía a recuperar sus futuros. Mi abuela también había elegido detenerse y había escondido sus pilas en un lugar al que sólo ella podía acceder. Pero decidió que era mejor no ir a buscarlas.



El día menos pensado (Alberto Gimeno)




"Un hospital. El ancla en el fondo de un hueco que nos persigue. La industria del dolor. Un camuflaje en cada risa. El tumulto callado de los enfermos. La mansa y pasmada expresión de quienes se han acostumbrado a reconocerse por los pasillos. La incesante variedad del mismo acatamiento. Una diálisis mental que no termina de lavar la idea fija de ser otro. La apoteosis del eufemismo. Una metódica profanación del ego. El consuelo de desaparecer. Las noches en que no hay otra ambición que claudicar. Las máscaras de la paciencia. Escuchar: “El pañal priva a la defecación de toda su ceremonia”. Sufrir en silencio el éxtasis de quienes nos describen lo consabido. Las magulladuras de la piedad. La textura incipiente del despojo. Estar por una vez de acuerdo: “a los médicos los miramos unidos a su pedestal”. El apogeo de la rendición. El cáncer de lo evidente. Enterrar y callar. Los paliativos de la conciencia. ¡Bienvenidos al país de siempre jamás! Las hordas de los domingos. Reírse: “Buenos días, estoy esperando a mi madre, que llega con la nueva camada de meonas”. Los señuelos de vida que vienen humeando sobre las bandejas. El aliento de la carroña. El timbre. Los dedos. El desasosiego de los dedos sobre el timbre. El desenfreno de aceptar que todo tiene su fin. Escuchar sin responder: “Las panchitas son mejores cuidadoras; no necesitan adaptarse a la degradación pues han nacido con ella”. Esa sombra que llora. Las horas como viruta. Un talador del sueño en cada cama. Una requisa constante de lo que aún perdura. Cuánta tácita humillación a la espera. Los gritos sin ubicar. Las quejas, los murmullos, las plegarias sin rostro. El cálculo iracundo de las horas que pasan riendo las enfermeras. Esas enfermeras dándote un sobre de galletas a escondidas. Comerlas a oscuras mientras sigues oyendo reír a las enfermeras. Una eufórica ilusión de eutanasia. La fortaleza de la propia cobardía. El remordimiento de haber sacado del escondite la ocultación pactada. Acostumbrarse a reír lloriqueando. El cauce moroso y turbio de las verdades que se escapan. La almohada húmeda de lágrimas. Aventurarse en la mente al escuchar: “¿Y no será eso del alzheimer una forma de posesión de los extraterrestres...? ” Las miradas furtivas en los ascensores. Levantar los párpados a la fuerza, desde dentro. El clamor de la espera. El silencio fraternal del miedo. La desactivación de decidir. El azote del desvelo. La radio que envilece el silencio. La luz sin clemencia de los pasillos. El feudo de la succión. Un dormir que es también fatiga. .Despertarse de lado, a la contra, entero, a medias, por porciones. Estar de pie como un puñetazo sin destino. La mañana. Marcharse y regresar en el mismo pestañeo. Decir sí a todo sin darse cuenta. El canje de revistas y suspiros. El código que establecen los goteros. La jerarquía de las sondas. Orinar silbando tercamente. Reincidir en el alivio del mañana. Sobre la cama alguien, aún gallardo, aún enérgico: “ Ya ves: se apaga uno”. Desde el umbral de la puerta, de un anciano a otro: “Ja, ja, cuando un pobre come merluza, uno de los dos está malo”. El descrédito de la carne humana. El vivo que sobra. Dar por bueno que sin dolor no hay recompensa. La frecuencia que termina siendo olvido. El tóxico de lo irreversible. Recibir simultáneamente la dádiva y su coste. Psicodramas en las sábanas blancas. Porfiar para que entre en razón quien nos priva de ella. Un cielo de cinco minutos antes de la tormenta. Morder con la boca cerrada. Poner a remojo el orgullo como una dentadura postiza en el vaso de agua. Un túnel a campo abierto. El flagelo de los sobresaltos. El rito de ir encajando dentro del marco del espejo. Las flatulencias que se escapan como agua por el aliviadero de una presa. Sonreír sin querer: “Esa ya puede morirse tranquila: ha conseguido que vengan a verla todos sus hijos en silla de ruedas”. Notar cómo te inyectan calma y desesperación con la misma aguja. El elixir de la excusa constante. El desquite de la realidad en los quirófanos. Los besos con cautela. El guiño entre camas. De un moribundo a otro el cruce de guiños frente al culo de la enfermera. De un paciente a otro la luz, otra luz de pronto. Otra luz de pronto en la habitación. Otro fulgor a través de los cristales. En el cielo otra luz y otros colores. Y un estallido que se impone al de las toses y las quejas. Y yo miro al cielo y me incorporo del asiento. Y mi tía me llama y no le presto atención. Y me acerco a la ventana. Y encuentro a otros que, como yo, se han apartado de su puesto. Y contemplamos el cielo dividido en porciones de destellos. Y los fuegos de artificio se suceden como olas que saltamos con los ojos. Y los enfermos alzan sus cabezas de la cama. Y se alborozan y murmuran en torno al centro de nuestros cuerpos. Y preguntan qué se ve, qué vemos. Y ensanchamos nuestro círculo frente a la ventana. Y los yacientes se admiran y reclaman más separación entre nosotros. Y unas enfermeras acuden y se callan a nuestra espalda. Y todos nos quedamos en silencio, cada uno prendido a su sonrisa, cada cual buscando su cobijo en esa carcasa y en aquella otra y otra más que alcanza a iluminar los dientes al descubierto de mi tía."



                   



martes, 6 de septiembre de 2016

Visitas



    Suena mi timbre y salen a abrir los senegaleses. Descubrí que no es casual. Inventaron un sistema que tiene en cuenta:
* que el mío suena (el de ellos no) 
* que sus invitados saben que es un timbre ajeno (lo vi en sus caras) 
* que mi vecina/o baja enseguida (yo suelo demorarme). 
    A veces pienso en adelantarme y arruinarles alguna parte del plan, o imagino si los vecinos pondrán la misma cara de desconcierto que yo, cuando bajan y no es para ellos sino para mí. 
    Pero el sistema nunca les falló. 
    Ya no intento abrir, prefiero que lo hagan ellos. En algún lugar del tiempo mi timbre cambió de amo. Y probablemente asesinó también a todas las visitas que no llegan.