lunes, 25 de abril de 2016

La vereda de los pomelos



Si el tipo no hubiera estado por chocarme, ya estaría tocando timbre de mi amiga. La esperaría abajo dos minutos y en diez más, las dos estaríamos sentadas  al lado del río, tomando mate. Tantos días lloviendo y justo ahora el tipo me cruza, arruinando todo.
Tendría unos 40 años. Venía en sentido contrario y caminaba sin dejar de mirar hacia atrás. El radar de todas formas parecía funcionarle, porque llegó a detectarme a tiempo, trazar una línea alternativa en su camino para evitarme, y recién después se concentró en mirar al frente.
Lo perdí de vista, pero como si me hubiera pasado una posta o una misión ineludible, tuve que mirar también. Todo está frente a nuestros ojos, pero hay que saber aislarlo de la maleza, del cemento y del resto del paisaje. Sin embargo, esta vez me pareció que no había mucho para abstraer, sólo un viejo con su perro.
 El viejo caminaba con paso de domingo, en jueves.  Era un hombre estándar, actuando de forma estándar para lo que se espera de un tipo paseando su mascota a las tres y cuarto de la tarde, y al segundo perdí el interés. Entonces dediqué mi exploración al perro y detecté que era rengo o algo pasaba con su coordinación. Al acercarme un poco más, pude ver que la renguera se debía al desequilibrio que le producía un tumor del tamaño de un pomelo, colgando en el costado izquierdo. Era inevitable; hipnotizaba verlos caminar de esa forma acompasada y lenta, de derecha a izquierda. Era como si el viejo se hubiera amoldado al movimiento del perro, y el perro, al movimiento del tumor. Los dos eran como un solo péndulo, danzando en la vereda.
Cada tanto el viejo rompía la coreografía para intervenir ante los obstáculos del animal, que al parecer también estaba ciego. Ambos tenían cuidado de no pisarse. El viejo  se veía sano, pero ya se percibía en su mano un leve temblor que se transmitía como un eco por la correa.  Aquello era como un código morse que llegaba hasta la piel del animal, recordándole que era ese hombre en particular el que lo paseaba, y no otro. De a ratos un cambio sutil en la tensión de la correa reacomodaba el paso del viejo o del perro. En esos momentos no se sabía quién conducía a quién, como si los dos tuvieran igual peso en la decisión de ir hacia allá, o hacia el otro lado.
No les hacía falta mirarse para tener la certeza del otro, para adivinarse en esos ruidos y gestos familiares que venían del costado. Se parecían un poco, aunque al viejo parecía pesarle otro tipo de tumor: sus años amarillos llenando de plomo las alpargatas, un pomelo propio que había tardado en crecer pero que ahí estaba, amanecido como un sol que llega a casa sin ser invitado.
El viejo se rascó la espalda y desde el bolsillo de atrás del pantalón empezó a asomarse algo, lentamente: podía ser un pañuelo, después pareció una tarjeta, hasta que me di cuenta que era una billetera, queriendo zafarse. Ahora eran cuatro en el baile, moviéndose al unísono.  Poco iba a durar, sin embargo. La billetera siguió deslizándose hasta que logró su objetivo y cayó sin ruido, al lado de un árbol.
Nadie me vio levantarla, había poca gente a esa hora dando vueltas en el barrio. Tuve el impulso de caminar más rápido para evitarle la angustia y el susto de no encontrarla, pero el viejo no se había dado cuenta todavía y yo no quise arruinar tan rápido la escena.  Además venía triunfando en esto de adaptar mi propia marcha para seguirlos, para no pasarles por adelante como un futuro que se jacta de ir lejos y rápido. Ese contraste me daba culpa y decidí seguir evitándolo. La esquina nos juntaría naturalmente, y ahí le devolvería la billetera y cada uno seguiría su destino. Faltaban 30 metros. Después yo tendría que girar a la derecha, rumbo a la casa de mi amiga.
Ralenticé mi paso aún más y abrí la billetera: 127 pesos en papel, 5 monedas de 1 peso y 2 de 10 centavos.  Carnet de PAMI y un descuento de jubilado para el colectivo. Un almanaque de 1985 de una chica desnuda, acariciando un perro que se parecía al suyo. Tal vez había elegido a la mascota pensando en la chica, tal vez siempre le habían gustado ese tipo de perros.  Un ticket de supermercado: papas, carne picada, trapo de piso. Me pregunté si esas cosas serían las mismas que compraría si no hubiera tenido perro, o teniendo un perro sano. Lo impreciso de la muerte en una enfermedad larga, es como un martillo que golpea sobre todos los actos del presente, condicionándolos.  Hasta la lista del supermercado deja de ser inocente y casual, y pasa a ser un evento conectado, interdependiente (Papas –él es intolerante al arroz-, carne -desgrasada para que no le forme alergia-, trapo de piso -porque ahora vive vomitando sobre el parquet).  De repente el viejo pareció más vivo que antes; ahora tenía historia.
El animal movía la cola, lentamente, como si hubiera identificado algo a su gusto, ajeno a lo que pasaba, sin armas para interpretar los futuros y la relatividad del tiempo. Su objetivo era recordar de memoria las texturas para detectar dónde estaban los árboles, mantener el equilibrio suficiente para poder mearlos. Poner instintivamente una pata delante de otra (ahora doblar) y de nuevo y de nuevo y de nuevo. Llegar a la esquina y cruzar el charco de la calle que su olfato le anticipaba a unos metros. Confiar en las variaciones del paso del humano, confiar en la correa, confiar en que siempre todo camino termina de vuelta en su casa.
El pomelo se balanceaba a ritmo, como si también estuviera contento de salir a pasear, desconociendo que llevaba colgada su fecha de vencimiento como un collar incómodo que uno usa de compromiso porque se lo regaló un pariente.  Me gustaría de vez en cuando sentir esa ausencia de preguntas. ¿Para qué servía la conciencia si no aportaba a la felicidad?
Llegué a la esquina donde debía separarme de ellos y amagué con estirar el brazo para tocarle el hombro al viejo y devolverle la billetera.  De haber estado atento, habría cambiado mi mano amable por un gesto brusco, una palabra a secas, como si fuera dueña de tironear a tiempo de alguna correa invisible.
Pero en ese momento todos fuimos ciegos como el perro. Ninguno pudo reconstruir el segundo previo al auto levantando por el aire el cuerpo del viejo, cuya atención estaba tan ocupada en ser ojos para otro, que se olvidó de sí mismo. Yo corrí a ver si aún respiraba, sin suerte. Un tipo llamó a la ambulancia; otro par se detuvo a pegarle al tipo del auto, que ahora estaba también en el piso, mezclando su sangre con la del muerto en un charco común, indiferente de su fuente. La conciencia pegándole a la conciencia. Otra vez las palabras, la idea de futuro sobrando. La conciencia, de nuevo ¿para qué?
Llegó la ambulancia y un patrullero. Los golpeadores hicieron agua en su propio heroísmo y  los vi desaparecer de la escena cuando empezaron a pedir testigos.  Algunos sacaban fotos con sus teléfonos y repetían “¡qué barbaridad!”, mientras las compartían en las redes sociales.
Yo tiré la billetera cuando nadie me vio, y uno de los policías se la guardó en el bolsillo. Cuando me detectó mirándolo, se acercó y me dijo:
-  ¿Usted vio algo?
No supe si se refería al accidente o a lo que hizo con la billetera y contesté, genéricamente:
-  Sí, vi
-  Me va a tener que acompañar.
De la mirada del policía salían hilos paralelos. Sentí cierta desnudez y comencé a hacer un recuento mental de lo que llevaba encima, en la cartera. Tenía la billetera con 240 pesos, dos monedas de 50 y 3 de 25 centavos. Los lentes de sol, las llaves y otra lista del supermercado, más casual: 100 gramos de jamón, 100 de queso, pan, cerveza. Un celular con 20% de batería. No tenía el DNI. Desvié la mirada y me encontré con el muerto.
La mano del viejo  seguía enredada en la correa, y  se movía como una marioneta, sin soltarla. En el otro extremo, el perro tironeaba, siguiendo un olor en el piso.  Hizo fuerza hasta llegar al auto y sin dejar de mover la cola, con los ojos cerrados, comenzó a ladrarle a las ruedas,  como invitándolas a jugar.


Trampas



Que le escapás a tu humanidad como si pudieras correrte.
Que sabés que el cielo prometido es marketing de segunda.
Que tampoco creés que haya alivios en el medio.
Que sos de los que saben que ciertos mundos no nacen de nuevo.
Que las tortugas que cargan los planos están cayendo en picada.
Que tanto apocalipsis en negrita es un grito en mayúsculas mudas.
Que gritar te transforma en un salto del momento.
Que saltar genera efectos.
Que es para que te miren ahora.
Que es para que no exista otro segundo que el de la luz y ese hilo tuyo con el todo.
Que esa atención es un recorte de las circunstancias.
Que la atención es un rayo láser sobre un punto.
Que mirándote de tan cerca se pierde la perspectiva.
Que mirar no es ver.
Que mirar no es estar.
Que mirar es sólo con los ojos y algo de voluntad.
Que hay soledades llenas de ojos.
Que hay ojos con máscaras y sombra comprada en Todo Moda.
Que hay ojos que ven redondo cuando quieren decir cuadrado.
Que escribir es un poco eso, pero con diez grados de mareo.
Que leer es un poco eso, pero tangencialmente.
Que vos por ejemplo estuviste mirando estas letras hasta llenarlas de sentido.
Que no todas las letras tienen sentido hacia adelante.
Que estuviste pensando que eran para vos.
Que eran tuyas.
Que yo era tuya.
Que en la confusión todas las teorías se sostienen en el suspenso.
Que el juego todavía está creciendo en la baraja.
Que no supimos, pero ahora sabemos
que las letras entran inocentemente por los ojos,
que los ojos son trampas por donde se llega al resto de la carne.

sábado, 16 de abril de 2016

Adaptación al medio



Levantarse. Caminar hasta la esquina.
Vivir entre esperanzas.
Ser útil, ser muchos, integrarse.
Cruzar la calle mirando los semáforos.
No ser fuego sino bombero atrás
del ceroochocientos en madrugada.
Ordenar el tránsito interno
según el despertador.
Copiar y pegar de las vidrieras
todo deseo deseante de lo obvio.
La vida simple,
la vida ajena, permeable.
La del paso a paso que te enseña
el manual del alumno de 1927.
La que dice cómo llegar a la esquina
y cruzar exitosamente.
La de los 100 pasos
para vivir hasta los 100.
La que termina en muerte
de todos modos.