miércoles, 20 de enero de 2016

Las otras puertas



    Estaba en casa, como casi siempre, cuando escuché ruidos en la puerta. Me acerqué, descalza y tratando de pasar desapercibida, custodiada por la gata, que creyó que íbamos a salir a tirar la basura. Vi que la tapita que cubre la cerradura se movía. Nadie había golpeado. Pensé en la corriente de aire y bla, pero apoyé la mano en la puerta y sentí la tensión de alguien haciendo lo mismo del otro lado. De nuevo el movimiento en la cerradura, alguien estaba queriendo entrar. Traté de hacer que mi voz sonara más grave y dije:

    -¿Quién es?- con toda la brusquedad que me permitió el asunto. Me pregunto por qué en momentos así me hago pasar por un tipo, como si pudiera ser un camaleón creíble y asustara a alguien, o como si ser tipo fuera un superpoder para esgrimir contra los malos. Pobrecita.
Una mujer contestó en algún otro idioma una frase muy larga, con tono nervioso y más agudo que el mío. Por suerte ya iba ganando. No sabía qué había dicho, pero me di cuenta que era la vecina extranjera o alguien del mismo país.

   Supuse esto, pero no tenía ni idea. No hablo otros idiomas y mis vecinos manejan poco español. Cuando llego en el ascensor y están en la puerta, se apuran para cerrar y no saludan; creo que por no saber qué decir y no por antipatía. Yo haría lo mismo, pienso, y me da ganas de  golpearles la puerta y contarles que yo tampoco me hallo  en situaciones como esas, donde hay que elegir atravesar muchas barreras o quedarse del lado de siempre. Pero mis ganas de empatizar duran poco, así que no hablo. Tampoco sabría cómo decirles esto en su idioma, ni siquiera sé de dónde son. Para la vecina del quinto son “los jamaiquinos”,  porque son negros y a ella le da que vienen de ahí. Ella es rubia, de esas que parece que nacieron teñidas, pero uno sabe que no son ciertas. Se chamusca al sol para quedar negra, pero odia a los negros. Los odia porque pasan por al lado callados y con ojos que les resaltan, como los gatos. Una vez los vio sacando muebles y pensó que se iban a mudar, o que le habían robado a alguien. Yo me inventé la historia de que son de Senegal, porque cuando hablan que me hacen acordar a la canción “Seven Seconds” de Youssou ‘n Dour, que canta en wólof.  Aunque me equivoque de idioma, lo que dicen suena a música. Uno de mis sueños de siempre fue conocer África, pero me imaginé entre leones y  jirafas, no hablando con gente. Tampoco puedo verme hablando con gente en mi propia ciudad.

    El único trato que tenemos, nos dio la casualidad del ascensor o el balcón. Una de esas veces quise conversar y me enteré que su bebé se llama Micaela. Ella es gorda y grandota, y él es flaco y alto; la bebé tiene cerca de un año y le atan colitas en un pelo que ya apunta a encresparse. Invitan a otros siempre, se reúnen a comer. No sé si serán amigos o sólo extranjeros que se juntan para pasarla mejor en otro país, para sentirse menos solos. Hablan mucho, se ríen, todas las noches. Creo que a varios de los que vienen a comer los crucé en la vereda vendiendo collares de plata o de acero. El otro día vi cómo un tipo de traje y corbata  agarraba un collar de una de las valijas, mientras decía: “rebajame 30, dale. ¿Te hiciste el día conmigo, eh?”. El chico lo miró en silencio. Ojalá no haya entendido. Saber un idioma puede ayudar a abrir puertas, pero no conocerlo del todo puede servir como un colador para filtrar la mierda.

     La ella del otro lado de la puerta había dicho esa frase larga y se había quedado callada. Yo también. Puteé por mi falta de interés en aprender idiomas; le hubiera contestado algo en inglés y seguro hubiéramos encontrado una vía intermedia sin tener que abrir la puerta.  Yo estaba sola, no había nadie viviendo en el depto C,  que usaban de bulín ocasional. ¿Qué querría? ¿Querría algo? No había golpeado. Capaz que sólo me estaba explicando que había salido al pasillo porque tenía calor… sería una estupidez, entonces, abrir y quedarse mirando. ¿Pero por qué la llave en mi cerradura?

     Eran raros, como todos si nos miramos de cerca. No tiraban los pañales en la bolsa de basura, sino que los dejaban sueltos en el canasto y eso indignaba a la del quinto, que charlaba mucho con la portera y se enteraba de estas cosas. Yo nunca me había fijado, yo no me fijaba en nada.  Yo me había quedado dormida el día en que salieron todos corriendo, por el terremoto que movió el edificio. Ahora estaba en una de esas situaciones que te dictan en la escuela para ejemplificar lo de código, canal, emisor y receptor. El medio es el mensaje. McLuhan tenía razón.  Tendría que haber prestado más atención a la teoría, a alguna teoría en mi vida, aunque sea a esa pequeña data útil que me ayudaría a decidir quiénes eran los de al lado y si merecían la confianza de abrirles en una situación dudosa.  ¿Qué sabía REALMENTE de ellos? Me quedé quieta, imaginando un país donde los pañales se acumularan en pilas sobre la calle (en lugar de conos naranjas habría pañales rosados, en lugar de bicisendas habría pañales de winnie pooh en fila, hasta el infinito) y donde la gente en lugar de golpear la puerta hiciera cosas raras para avisar que estaba afuera, como cantar una canción o mover pulseras de plata. Un país donde las rubias teñidas corrieran sueltas, como jirafas,  y la gente se riera mucho, sobre todo de noche.  Donde todos se juntaran a compartir lo que fuera, aunque fuera poco. Qué lindo parecía. ¿Significaría la llave en la cerradura ajena otra cosa, en los demás países? ¿Por qué mierda viajo tan poco, por qué sé tan poco de todos?

     Me dieron ganas de abrir, pero seguí  dudando. Esta vez me había agachado y trataba de asomarme por esa pequeña raya que hay entre la puerta y el piso. No se veía a nadie. Conocía a la pareja, pero no a todos sus amigos. Me imaginaba cediendo a mis ganas de abrir, y al otro día la noticia en los diarios locales (ni aún muerta llegaría a ser famosa en Buenos Aires) con la crónica de una mujer que abrió y la violaron, le robaron y la mataron.  Pecó de imprudente: culpable. Me imaginaba a la del quinto pidiendo que cambien todas las llaves del edificio, por seguridad. A mi vieja enterándose por los diarios o por la administración. A mis amigas preguntando por mí en el whatsapp y yo sin contestar, como casi siempre (una colgada, se aísla, no escribe cuando anda loca). Él no entendiendo mi silencio, si casi lo estábamos logrando, esta vez. La gata escapando por la escalera, que siempre la confunde porque el 4to y el 2do piso se parecen tanto al mío.

     No se veía nada por debajo de la puerta. Me distraje con la gata, que también se asomaba, pero se aburrió enseguida y  se puso a pasarme la lengua por el pelo, con esos gestos de protección tan suyos. Después sentí  una voz más dulce que se convirtió en llanto, viniendo de la escalera. ¿Qué sabía realmente de ellos?, me volví a preguntar. Sabía reconocer el llanto de Micaela, eso sabía. Sabía que lloraba poco y lo necesario, y ahora estaba afuera de su casa. Abrí la puerta y apareció una chica de unos 30 años con Micaela en brazos y una llave en la mano, diciendo cosas que seguí sin entender pero señalándome la puerta equivocada (la del C)  y tirando al aire palabras sueltas como “madre” “encargó”, mientras me señalaba con la cabeza a la nena que llevaba upa. Le indiqué el otro depto, el correcto, y le dije: “acá” y “¿vos querés entrar?”. Dijo que sí e hizo la mímica de que no podía, o eso entendí en medio de nuestro lenguaje afín, pero  casi imaginario. Ella me dio la llave y toda su confianza; yo me sentí en el programa “Feliz Domingo” cuando maniobré un poco y abrió. Recordé que a veces los escucho renegar con la cerradura y me sentí parte de su historia.


    Ella dijo “gracias”. Quise preguntarle si necesitaba algo más, repitió “gracias”, también otras palabras que no entendí  y me cerró la puerta.  Abortamos así los códigos comunes y los posibles lenguajes, tan bruscamente como los creamos.  Micaela nunca supo que fue la única palabra que pudo unir dos culturas, separadas por una sola pared y otras tantas distancias. Ella fue la llave real, el llanto de leche  que apeló al más visceral de los sonidos para reencontrarnos como humanos, sólo por hoy.

viernes, 15 de enero de 2016

Sueño con gatos



      Soñé que bajo un tapial, en un hueco, había gatos abandonados. Creo que estábamos en un camping, pasando el día con mis amigas. Ellas me decían que estaban muertos y no quise mirar para comprobarlo. Al final del día, antes de regresar, no pude evitar asomarme a ver qué pasaba con ellos. Me di cuenta de que dos de los gatitos se movían. Había cinco; todos vivían. Uno, de color negro, estaba quieto y  húmedo, quién sabe si por los líquidos del parto o por no poder lavarse solo. Me recordaba uno de esos cascarudos que aparecen boca arriba, indefenso después de una tormenta, a la sombra del día.     
     Mientras pensaba dónde llevarlos, apareció la madre, maullándome con desesperación. Evidentemente tenían hambre y fui a casa a buscar comida, tratando de seleccionar cosas blandas que pudieran servir de alimento tanto para la gata como para sus hijos, por si ella no tenía suficiente leche.  
     Algo en ese tránsito (probablemente el cambio de escenario, el no entender cómo llegué de un lugar a otro) me despertó. En el primer segundo sentí la desesperación de haberlos abandonado. Después supe que era lo mejor para ellos: mis paisajes cotidianos no tenían lugar para protegerlos, para cuidar otras vidas. Yo era mis cosas, existiendo de igual a igual sin necesitarnos mutuamente, en una relación encuadrada por la compraventa y la asepsia de lo útil. La dependencia era un músculo innecesario; no era bien visto en este color de lo real. 
     Durante el resto del día estuve molesta, cargando con una semilla en mi panza que de a poco se convirtió en piedra insoportable. Era la angustia de la gata que me crecía adentro en forma de grito ahogado; un sonido que había viajado desde el camping hacia mi cerebro  y se movía hacia mis órganos buscando una salida.
    Entonces acudí a mi solución de siempre, comprando cosas para distraerme, pero no sirvió de nada. La desesperación me llevó buscar otros métodos, incluso a vender todo lo que había comprado para que el mejor cirujano de la ciudad me arrancara el animal del cuerpo y la conciencia, pero hace ya dos años y ella todavía tiene hambre, todavía sigue esperando que vaya a rescatarla.

domingo, 10 de enero de 2016

Nocturno (Oliverio Girondo)





Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
   ¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos?
   Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
   A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
   Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.
¡Silencio! —grillo afónico que nos mete en el oído—. ¡Cantar de las canillas mal cerradas! —único grillo que le conviene a la ciudad—.
Buenos Aires, noviembre, 1921

miércoles, 6 de enero de 2016

I'm so freak, enero



Las vacaciones para mí son lo mismo, pero  tocando fondo en lo más bizarro. Dejar de mirar series para alienarme con los realitys de MTV hasta las 3 de la mañana, mientras ceno- mientras leo- mientras me hago parte de otra red social que abandono al instante, porque irónicamente no quiero sociabilizar, sino desaburrirme. Simón dialéctico diría que esa palabra se subraya con rojo porque no-es. Yo le contesto que divertirme cotiza en una moneda que está lejos, tan en opuesto, que es una sombra. El bolso del viaje sigue en el pasillo, en el mismo punto en que lo tiré, preocupada, antes de correr hacia el interior del depto para ver si la gata aún me amaba y había decidido esperarme. Eso es un amor de los buenos (le digo a mi Freud interno, mientras anota y se me caga de risa): el que no sabe ni siquiera por qué me fui y si voy a volver, y sin embargo me tuvo fe, una fe que ni yo misma puedo desarrollar hacia ella o el mundo. Por eso la busqué sin respirar apenas entré: no confiaba en su espera.  Debe ser algo que perdimos en la evolución a cambio de nada, determino como conclusión y vuelvo a la soledad. Freud interno se va a dormir, pero ya no puede. La gata observa sabia y callada, desde su triunfo natural; se quedó y tuvo su premio, su final feliz. ¿Cómo le digo que ahora se usan los contratos, las promesas? Y que nadie puede estar a la altura  de cumplirlas foreverbaby, por eso hay tantas estafas, deserciones y poca fe en la palabra. Mía no entiende el paso del tiempo y la división caprichosa de las horas.  Así, sin números, debe ser más fácil caminarse una vida relajada. Yo podría haberle dicho a alguien que viniera a darle de comer y achicarle la espera, pero preferí la adrenalina, la prueba de afecto, el tren fantasma. Quizás estoy mirando todo con demasiado énfasis en llegar a conclusiones. A la gata no le importa, volvió a sus rutinas y me ignora. Tendría que reconocer que no soy [todo lo anterior] para ella, sino un dispenser de comida  que falló por un rato indefinido. El bolso sigue en el mismo lugar, apenas despanzurrado para sacarle lo mínimo que usé en estos días. Me hace acordar a cuando me mudé y nunca desarmé las cajas, en 11 meses. Debe ser que me siento un poco así, desarraigada en mis costumbres. Las vacaciones son un poco eso, dicen los realitys. La gente es feliz en enero, viviendo momentos que no usan  el resto del año. Los gatos tienen 7 oportunidades para averiguar de qué se trata todo. Para mí, la felicidad es un insight fuera de lo real, mientras afuera son las 3 de la mañana.